sábado, 13 de septiembre de 2008

Por el perdón a la paz


El verdadero perdón supone reconciliación y conversión a la vez; o sea, esfuerzo del ofendido y del ofensor por superar el mal causado y recibido por la ofensa.24º domingo ordinario / 14 sept. 2008

Por el P. Jesús Alvarez, ssp


Pedro se acercó a Jesús preguntándole: - Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas de mi hermano? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: - No te digo siete, sino setenta veces siete. Aprendan algo sobre el Reino de los Cielos. Un rey había decidido arreglar cuentas con sus empleados, y para empezar, le trajeron a uno que le deba diez mil monedas de oro. Y puesto que no tenía con qué pagar, el rey ordenó que fuera vendido como esclavo, junto con su mujer, sus hijos y todo cuanto poseía, para así recobrar algo. El empleado, entonces, se arrojó a los pies del rey, suplicándole: «Dame un poco de tiempo, y yo te lo pagaré todo.» El rey se compadeció y lo dejó libre; más todavía, le perdonó la deuda. Pero apenas salió el empleado de la presencia del rey, se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas. Lo agarró del cuello y casi lo ahogaba, gritándole: «Págame lo que me debes.» El compañero se echó a sus pies y le rogaba: «Dame un poco de tiempo, y yo te lo pagaré todo.» Pero el otro no aceptó, sino que lo mandó a la cárcel hasta que le pagara toda la deuda. Los compañeros, testigos de esta escena, quedaron muy molestos y fueron a contárselo todo a su señor. Entonces el señor lo hizo llamar y le dijo: «Siervo miserable, yo te perdoné toda la deuda cuando me lo suplicaste. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero como yo tuve compasión de ti?» Y hasta tal punto se enojó el señor, que lo puso en manos de los verdugos, hasta que pagara toda la deuda. Y Jesús añadió: - Lo mismo hará mi Padre Celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.
Mt. 18, 21-35.

Jesús nos pide que perdonemos sin límites: setenta veces siete. Sabe que el perdón devuelve la paz al corazón del ofendido y del ofensor, al hogar, a la sociedad, al mundo. El verdadero perdón restablece la relación fraternal y el amor mutuo entre los hijos de Dios, y la relación filial con el mismo Dios Padre de todos, que perdona sin condiciones –setecientas veces setenta- a quien de veras quiere y busca el perdón.
El verdadero perdón supone reconciliación y conversión a la vez; o sea, esfuerzo del ofendido y del ofensor por superar el mal causado y recibido por la ofensa. La reconciliación y la conversión son la única solución de la gran mayoría de los problemas y heridas en la convivencia diaria: en la familia, en el trabajo, entre amigos, en la Iglesia, el la sociedad, en el mundo.
El cristiano no exige que le pidan perdón, sino que ofrece el perdón, como hizo Cristo Jesús, que fue más allá: pidió perdón incluso para sus enemigos que lo crucificaban. Y lo mismo tiene que hacer el cristiano. Nuestra deuda con Dios es inmensamente superior a la deuda del prójimo con nosotros
El perdón ofrecido es una de los mayores gestos de amor al prójimo y a Dios –padre del ofensor y del ofendido -, y a la vez garantía del perdón de Dios: “Perdónanos como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Con el perdón la relación humana se convierte en relación salvífica.
Quien busca el perdón de Dios, pero no perdona a su prójimo, no merece perdón: es como el servidor del Evangelio que no quiso perdonar a su compañero una deuda mínima; y por eso mismo Dios le retira el perdón de su enorme deuda.
Perdonar no es olvidar; es voluntad de no tomar revanchas contra el ofensor, sino desearle el bien, y llegar a pedirle a Dios perdón, paz y salvación para él, e incluso ofrecer la vida por él, cuando Dios la pida. Las heridas profundas no se pueden olvidar, porque dejan señal. Perdonar es no irritarlas ni desgarrarlas.
Que el Padre nos conceda la gracia y el gozo de perdonar setenta veces siete, y sentirnos perdonados por él y por el prójimo, en especial por los de casa.

Eclesiástico 27, 30--28, 7
El rencor y la ira son abominables, y ambas cosas son patrimonio del pecador. El hombre vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de todos sus pecados. Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados. Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? No tiene piedad de un hombre semejante a él, ¡y se atreve a implorar perdón por sus pecados! Él, un simple mortal, guarda rencor: ¿quién le perdonará sus pecados? Acuérdate del fin, y deja de odiar; piensa en la corrupción y en la muerte, y sé fiel a los mandamientos; acuérdate de los mandamientos, y no guardes rencor a tu prójimo; piensa en la Alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa.

El rencor y la ira son fruto del orgullo, que nos hace creernos superiores y mejores, con derecho a un trato de privilegio y al maltrato del prójimo. El rencor y la ira dan como fruto la venganza, que puede terminar en espiral de violencia.
El único justo, Jesús, pidió perdón para sus mismos asesinos y murió para merecernos a cada uno el perdón de Dios. ¿Con qué cara nos dirigiremos a él pidiéndole perdón si no sabemos perdonar al prójimo? Con Jesús debemos suplicar ante las ofensas: “Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen”, pero añadiendo: “Y perdóname también a mí, porque muchas veces tampoco yo sé lo que hago”.
El ofensor puede estar arrepentido y desear el perdón, pero puede no tener valor para manifestar su arrepentimiento y el deseo de perdón. Descubramos en los gestos y las actitudes el deseo de ser perdonado. Y respondamos gozosos perdonando.
Para hacernos más fácil el perdonar, recordemos el perdón que tantas veces nos ha concedido Dios y el perdón que tantas otras veces necesitaremos.
Pero perdonar no significa que uno debe continuar exponiéndose a las ofensas, sino que al perdón concedido debe corresponder una conversión del ofensor, con su esfuerzo sincero para evitar más ofensas. Y si no lo hace, hay que esquivarlo y no darle ocasión a nuevas ofensas, pues puede llegar a sentirse con derecho a ofender.
El perdón es el único camino eficaz para la paz consigo mismo, con el prójimo y con Dios. El perdón a sí mismo y al prójimo son fuente de paz y de salud síquica e incluso física.

Romanos 14, 7-93
Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor: tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de los vivos y de los muertos.
Las discrepancias, conflictos, ofensas, tensiones, rencores..., se minimizan y relativizan ante la convicción de que todo puede adquirir valor de vida, salvación y felicidad en la unión viva con Cristo resucitado, en quien y para quien vivimos, morimos y resucitamos, pues él nos compró con su muerte y nos dio vida con su resurrección.
La pertenencia afectiva y efectiva a Cristo en la vida y en la muerte, que es la puerta de la resurrección, está por encima de todas las vicisitudes de la vida, pues “todo contribuye al bien de los que aman a Dios”. ¡Qué gran paz debe darnos esta realidad!


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1 comentario:

Anónimo dijo...

me gusto mucho. si se tuviera en cuenta esto se podrían solucionar millones y millones de problemas en el mundo. bendiciones!